Me pronuncio, tajante y rotundamente, en contra de que las organizaciones políticas funden su actuación en valores. Su base, inquebrantable, debe ser la de los principios.
Los valores, aunque esenciales en la forja del individuo, son una trampa mortal para la esfera pública. Son esa intimidad que nos define, sí, pero que, trasladada a la política, se convierte en la semilla de la imposición, la arbitrariedad y el sectarismo. ¿Qué valores? ¿Los de una facción, los de un líder, los de una minoría ruidosa? Pretender gobernar desde los valores es abrir la puerta al capricho sentimental, a la moralina ideologizada que busca moldear a la sociedad a su imagen y semejanza, pisoteando la diversidad y la autonomía individual. Es una receta para la fractura y el autoritarismo, donde lo personal se vuelve público y la libertad, un espejismo. Una organización política no es una capilla ni un club de amigos; es una herramienta para servir a la ciudadanía, y no puede hacerlo desde la subjetividad cambiante de "lo que valoramos".
Por el contrario, los principios son el ancla, la estructura de acero sobre la que se edifica una República funcional y justa. Son las reglas del juego que todos podemos entender y exigir. Transparencia no es un valor; es un principio que exige que el poder sea visible y auditable. Rendición de cuentas no es un valor; es un principio que obliga a los gobernantes a responder por sus actos. La legalidad, la subsidiaridad, la equidad, la libertad (como principio de no coerción), la justicia distributiva, la cooperación (como método de interacción y desarrollo): estos son los cimientos innegociables.
Estos principios son lógicos, analíticos, prácticos y realistas. No requieren de adhesiones emocionales o creencias compartidas; requieren de compromiso con la eficacia y la equidad en la administración de lo público. Permiten la convivencia de visiones diversas, porque establecen el "cómo" sin dictar el "qué" en las vidas personales. Son el marco que posibilita el debate constructivo, la acción coordinada y la corrección de rumbo basada en hechos, no en dogmas emocionales.
Exigimos a las organizaciones políticas, sin distinción, que abandonen la retórica de los valores como eje de su acción. Exigimos que se comprometan, sin dobleces, con los principios que garantizan la libertad, la justicia y el progreso colectivo. Que basen sus plataformas en la aplicación rigurosa de principios claros y medibles. Solo así podremos construir una política robusta, que no se desmorone ante el primer viento de una opinión personal, y que verdaderamente sirva a la nación con la solidez y la dirección que el país merece.
Es tiempo de pasar del subjetivismo emocional a la solidez de lo fundamental. Es tiempo de una política de principios.
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